Kiki de Montparnasse

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viernes, 25 de septiembre de 2020

Relato en Viena. Otro collar de la reina María Antonieta

 

RELATO EN VIENA

 

Otro collar de la reina María Antonieta

Es evidente que esto tiene muchas licencias en el tiempo, que no compaginan ni encajan, pero las utilice para poder homenajear al Imperio y a la Emperatriz Elisabeth.

La trama argumental no es muy intrigante en sí y bastante manida, lo hago para entretenerme y me recreo en los detalles que es lo que más me importa. Me doy el lujo de poner los títulos nobiliarios en mayúscula, que ya no se lleva, y os lo dejo por si lo queréis leer algún día. Si alguno lo hace, sed, por favor, magnánimos como el Emperador. No tengo tiempo de documentarme, todo lo suelto de lo que sé de mis lecturas previas de estos mundos

“LA BARONESA HELGA”

Stasia por indicación de su abuela se sentó frente al piano. No tenía las menores ganas de hacerlo. Era una actividad impuesta que odiaba. Amaba la música y se sabía mala pianista. Frente al piano vertical Bösendorfer, en esa pieza artesanal de exquisita y oscura caoba pulida, construida paso a paso en los afamados talleres vieneses de la compañía, en aquel noble instrumento donde algunas veces tocará el virtuoso Lizt, ella se sentía perdida y humillada. Así que al terminar el famoso “Claro de Luna”, sin esperar ni un solo elogio se incorporó, aludiendo con una voz baja, fina pero algo ronca, la falsa excusa de que padecía una fuerte jaqueca. Stasia era de estatura pequeña, muy delgada, hombros breves, con fino talle de abeja y su rostro triangular era moreno, con grandes ojos grises borlados con enormes pestañas oscuras. Su tipo era más bohemio que austriaco. Subió las escalinatas del palacio y entró en una inmensa habitación de grandes ventanales cubiertos con cortinas de damasco, techos artesonados y blancas molduras con detalles dorados en las altas paredes tapizadas. Se dejó caer frente al tocador: a sus veinte años sabía que ya era tiempo suficiente para que su abuela y su padre anunciaran su compromiso con el Duque de Kölrnberg, aquel aristócrata vienés con los 14 antepasados de rigor, alto, muy rubio delgado, con bigotes a la última moda y siempre de etiqueta, que no se perdía un baile en la Corte del Emperador. Mejor partido no existía en Viena. Ella, Stasia también lo era. Su familia descendía de la alta aristocracia bohemia y durante siglos, los Príncipes de Miloslava, habían sido fieles servidores del Imperio, que ella recordará todos sus antepasados militares varones habían pertenecido a la guardia de honor del Emperador reinante. Se dejó caer en el mullido sillón frente a su tocador, llevaba un enrevesado moño bajo que le hizo la peinadora aquella mañana, se sacó con rabia las orquillas y una larga melena muy oscura y espesa cubrió todos sus hombros y espaldas. Se incorporó para asomarse a través de la ventana del palacio familiar de la calle de Johannesgrasse, pero ya era tarde y solo pudo divisar una alta silueta oscura que con un violín en la mano se alejaba en dirección del Danubio. Había llegado tarde a su cita por culpa de su abuela. Lo sabía de antemano.

Porque ella, Stasia, Princesa de Mislova y Condesa de Wilczek amaba locamente a un músico de la Corte y era igualmente correspondida por él y de ningún modo dejaría que la casaran con ese Kölrnberg, así se tuviera que postrar suplicante delante de las faldas de largos vuelos y amplio meriñaque de la Emperatriz -en alguno de sus viajes a Viena- o en el peor de los casos fugarse con su músico, sino quedaba más remedio, ya que sabía que su familia jamás aceptaría un matrimonio morganático, sino había intercepción por medio de los Emperadores y con el Emperador no se hacía ilusiones; pensaba Stasia que era un hombre bueno y magnánimo al que ella admiraba y guardaba un respeto profundo, pero en cuestiones amorosas para Su Majestad Imperial, que extrañamente impuso su propio matrimonio por amor, contaba más la estirpe y el linaje que la pasión. Cierto es que su Emperador se había casado con la nieta del Rey de Baviera, pero el matrimonio con aquella hermosísima mujer que Francisco José I amaba con devoción no había resultado ser ni el desastre que se decía, pero tampoco el apropiado para un Emperador de Austria. Su propio hijo y único heredero varón, había terminado casándose con una princesa belga y el matrimonio peor no pudo acabar con el disoluto heredero suicidándose junto a su joven amante. Así puestos, en aquella fría noche vienesa de febrero de 1894, Stasia estaba decidida a no terminar como el archiduque heredero.

 

                                                                                                      ***

 

Ferdinand von Kölrnberg aspiraba el humo de su cigarrillo mientras su amante, la baronesa

Helga lo contemplaba irónicamente extasiada.

-Entonces, querido, ¿te casarás con la hermosa Stasia?

-Está previsto. Pronto se anunciará el compromiso, en cuanto el Emperador nos dé su bendición.

-¿Y ella está muy entusiasmada?- Preguntó Helga con voz burlona.

-Ni lo sé, ni me importa. Es un buen partido, una criatura hermosa, su familia engendra buenos descendientes sanos que llegan a la edad adulta y es todo lo que me importa. Será una perfecta duquesa y recibiremos como debe ser a la aristocracia vienesa en nuestros salones.

-Tú te convertirás en un fiel esposo…

-Eso te lo inventas tú.

Helga rió de buena gana. Era una mujer alta, curvilínea, rubia, muy elegante. Con sus esplendidos treinta y ocho años caminaba casi deslizándose por las alfombras de su palacete, sobre suelos de perfecta tarima barnizada.

-¿Tus hijos no están en casa?

-No, han salido con su padre.

-Ah, cuidado a donde les lleva tu marido…

-¿Por qué dices eso?

-Ya sabes…- se burló el otro.

-Su padre es un empresario con éxito que sabe darles la mejor educación.

-Helga, ¿desde cuándo no te acuestas con tu marido?

-Desde hace muchos años, ¿pero eso qué tiene que ver ahora? Mi marido es un hombre excelente.

-Tu marido es un homosexual perdido que va en compañía de cuanto jovenzuelo pesque- Lo soltó con tal desprecio en su voz que Helga no pudo contenerse:

-Lo hace con toda la discreción del mundo. Ha cumplido con su deber y tiene derecho a la vida. Es un hombre bueno con los miles de trabajadores a su cargo, excelente marido y padre. En cambio tú, eres un tarambana y un golfo sin oficio ni beneficio por más apellidos ilustres que tengas, ni la carrera en el ejército pudiste terminar por indisciplinado y perezoso. Por hombres como tú caerá el Imperio, nuestro estilo de vida y ya podremos ir llorando los de arriba y los de abajo.

Ferdinand en su cinismo no pareció impactado por la andanada de insultos de Helga y le contestó con frialdad.

-Esto se irá al garete a la muerte del Emperador.

-No, si hubiera hombres responsables y no holgazanes como tú en las más altas instancias del Imperio.

-Ni como tu marido.

-Te repito que Franz, mi marido, no es de tu calaña y trabaja infinitamente y sin descanso por la conservación de nuestro patrimonio, que tenga sus distracciones es una cuestión muy aparte que a nadie interesa y menos a tí.- Lo afirmó con vehemencia en una defensa absolutamente apasionada de su marido.

 

                                                                                                ***

 

Helga había sido una jovencita de 18 años muy alta y esbelta que trabajaba en una elegante

tienda de sombreros, donde su espigado cuello era muy apreciado para lucir dichas prendas. Fue allí donde conoció al Barón Franz von Kleinst, un hombre de unos treinta años, cuyo padre había sido el fundador de varias industrias muy prósperas en toda Austria. Se enamoraron y pese a la diferencia de clases, la madre del Barón la aceptó de muy buena gana, cosa que dejó muy sorprendida a Helga y su familia. La Baronesa madre se dio gustosa a la tarea de instruirla en todas las artes del refinamiento vienés y Helga resultó ser una alumna brillantísima. Se casaron y tuvieron tres hijos rubios y hermosos. En los veranos toda la familia solía acudir en el Orient Express al Lido en Venecia y los tres niños eran tres primores con sus trajecitos de marineritos que hacían el orgullo de su madre y abuela paterna. Fue allí, ocho años después del fastuoso matrimonio en la Catedral de San Esteban, donde Helga descubrió la verdad de por qué su suegra la había acogido con tanto cariño, siendo ella una simple dependienta de extracto social muy inferior al de su nueva familia política.

Era una tarde de verano luminosa, soplaba una brisa agradablemente suave y toda la familia estaba reunida en la playa del Lido, a resguardo bajo las sombrillas de grandes listones azules y blancos, a la orilla de un mar sereno. Su marido había dicho que tomaría el vaporetto para reunirse en el café Florián de Venecia, con unos amigos que llegaban de Viena. Al rato Helga recordó que había olvidado su libro en la habitación del hotel y en vez de enviar a la institutriz de sus hijos, prefirió subir ella a por su poemario de Heine. El ascensorista al abrir ceremoniosamente las puertas de hierro a la joven Baronesa, no dejo de mirarla con sobresalto un instante, pero ella no pareció reparar mucho en el botones… Cual no fue su sorpresa al entrar a la fastuosa suite y ver a su marido sobre la cama con dosel de seda veneciano, en brazos de un hermoso efebo de unos 20 años por el que se dejaba poseer y al que amaba con una locura que jamás había exhibido con ella. Helga deseo morir, pero discreta y sin hacer el menor ruido cerró la puerta.

 

Salió a caminar por la arena y sus lágrimas nublaban sus profundos ojos azules rodando sin contención por su rostro de blanca tez. De pronto, respiro profundo y pensó con calma: ¿Qué queja había tenido ella de su marido hasta ahora? Ninguna. La dejaba hacer y deshacer con infinita bondad, llevar el palacete como le venía en gana, podía comprarse los más caros y finos vestidos en París, Viena y Londres con el beneplácito de Franz, su marido, que la contemplaba admirado de su belleza y era, además, el más maravilloso de los padres. ¿Cómo no imaginó que debía haber una poderosa razón oculta para que su suegra la acogiera tan bien siendo ella de una clase social tan inferior a la de su futura familia política?

Pasarón los días y una tarde muy calmadamente le dijo a su marido:

-Querido, el médico me ha recomendado reposo por una infección que probablemente adquirí en los baños de mar…, ya te imaginaras…, con lo cual…

-No te preocupes, cariño, tu salud es lo primero- La interrumpió Franz con total amabilidad, bondad y el alivio sonó en su tono, sin que pudiera evitarlo.

Así los dos comprendieron que aquella visita mensual al lecho matrimonial no tenía motivo de continuar. La familia ya estaba completa con sus tres hijos. Sin embargo, el afecto y la compañía que los dos cónyuges se brindaban y el mutuo acuerdo para sacar una familia de herederos de un nombre y un imperio comercial, seguía en pie como empresa común indestructible.

 Helga era una mujer buena, sensata e inteligente, sabía que tenía hijos que no necesitaban de ningún escándalo. Tomo una decisión: seguiría su vida como hasta ahora, mejor inclusive, con más libertad, estaba segura que Franz no le haría la menor pregunta, como nunca le había hecho ninguna más allá de la celebración de una fiesta doméstica o el plan para las vacaciones; juntos seguirían siendo recibidos por la alta aristocracia vienesa, como hasta ahora. “Así que aquí no ha pasado nada”, se dijo. Se convirtió en una mujer muy culta e instruida, amante de los grandes movimientos artísticos que estaban surgiendo en Viena y se buscó uno, no, varios amantes. Más no sabía como había dado con aquel petimetre de Ferdinand von Kölnberg, porque el guardabosque de su jardín era mejor amante que aquel imberbe, pero no le quería mandar a paseo porque después de enrollarse con él, le había conocido bien y le temía: conocía su maldad intrínseca. Esperaba que la boda con aquella chica se lo sacara de encima.

Además, aquella semana celebraría el 50 aniversario de su marido con una gran fiesta, vendría el archiduque heredero Francisco Fernando y su mujer Sofía Choteck. Había invitado al amante de su marido, un joven pintor que era, a su vez, un gran amigo suyo y de toda la familia y no quería que nada enturbiara el acontecimiento que con tanta ilusión planeaba. Ahora no estaba segura que invitar a Karl, el violinista que era el amor secreto de aquella princesa Stasia, habría sido una buena idea.

                                                     ***********************************

 Cúal no sería la sorpresa de Helga cuando esa semana le anuncian, mediante un elegante sobre blanco de la Corte con membrete dorado, y a través de un mensajero uniformado de librea con galones de la Corte Imperial que Sus Majestades los Emperadores, acudirían al acontecimiento. ¡La Emperatriz que detestaba las bailes! Ciertamente es que en algunas ocasiones ambas mujeres habían coincidido en algún evento y Su Majestad, oculta tras su abanico porque ya no era la belleza legendaria que un día fue, había charlado con ella de Heine y Schopenhauer, escritores que ambas amaban. Elisabeth a través de sus damas tenía buenas referencias de la Baronesa. Helga nerviosísima le comentó a su marido la presencia de la pareja imperial y éste, solicito como siempre, le aseguró que se calmará que todo saldría muy bien, dado su buen gusto y saber hacer.

 

                                                                                             ***

 

Aquella noche de marzo el palacio de los von Kleinst engalanado de fiesta con las más hermosas rosas rojas, blancas y amarillas llegadas de todos los pueblos del Imperio, e iluminado con mil luces de gas que colgaban en lo alto de los techos, en inmensos chandeliers de cristal de Bohemia con lágrimas de Lalique, recibía en sus salones lo más granado de la aristocracia vienesa. Los músicos tocaban valses y polkas bajo la batuta de un ya muy anciano Johann Strauss que había querido estar esa noche al frente de su orquesta, y había invitado a alguno de los primeros violinistas de la Corte Imperial, uno de ellos era Karl.

Stasia, envuelta en la nube de un chal de finísima muselina y gasa malva, a juego con un vestido de moire violeta recubierto de tul y encaje negro hizo su entrada flanqueada por su padre y abuela. Al ser anunciados ante los Barones von Kleinst, Stasia y Helga se miraron con una cierta y nueva complicidad entre ellas

Cuando los invitados estaban todos reunidos se hizo un silencio en la orquesta, se abrieron las grandes puertas blancas y el chambelán imperial anunció:

-Sus Majestades los Emperadores.

 A los acordes del Himno al Emperador, Francisco José y Elisabeth avanzaron con paso mayestático y lento mientras aceptaban las profundas genuflexiones de sus súbditos. Stasia exhibió ante Sus Majestades una grácil y elegante inclinación que Elisabeth agradeció con un delicado gesto de su cabeza coronada con una tiara de diamantes, esmeraldas y perlas, regalo de su marido el día en que naciera el príncipe heredero. Stasia pensó que la Emperatriz aún se veía maravillosamente hermosa y no entendía porque se ocultaba, pues seguía siendo el ser enigmático, de gracia alada con que había sido tocada por las hadas aquel día de Navidad en que viniera al mundo. Y, además, pensó que Austria no habría podido jamás tener mejor emperatriz, pese a los constantes malintencionados chismorreos de toda Viena sobre su augusta persona. Por su parte Helga pensaba casi lo mismo y aventuraba en su mente más madura que la joven Stasia, “Ésta mujer nos convertirá a todos en eternos mitos de un tiempo, el nuestro, y junto con ella y gracias a ella, Austria y todos pasaremos a la posteridad como la gran leyenda del fin de un tiempo y una época”. Perdidas estaban las dos en sus ensoñaciones ante la contemplación de la mítica Elisabeth que por un momento olvidaron sus preocupaciones reales: Stasia de su amado Karl; Helga de estar ojo avizor sobre Ferdinand.

Stasia estaba prevenida por su padre: después que los Emperadores iniciaran el baile, el primero suyo debía de ser con Ferdinand, que raudo y veloz se acercó a la joven y ésta a propósito le pegó un pisotón, pese a bailar el vals maravillosamente bien se comportó como una patosa, cuando de repente se vio alzada por otros brazos y se topó feliz con la cara de Karl que había dejado la orquesta, bailaron uno en brazos de otro tan absortos en sus miradas como si se olvidaran del mundo, dando vueltas como los dos expertos danzarines que eran y recorrieron el salón hasta que lograron que las demás parejas de bailarines los dejaran solos en el centro. Era algo que Ferdinand no podía tolerar. Stasia nada le importaba como mujer, pero su reputación sí.

 Helga observaba la escena muy complacida pero temerosa, y por momentos se iba apiadando de la joven princesa. Empezaba a compadecerla y ya no se sentía cómoda con la idea de que el matrimonio de ambos la librara del engorro que para ella significaba Ferdinand. Helga estaba cansada, sus tres hijos adolescentes estaban a punto de comenzar sus vidas propias, su marido tenía sus amantes y ella en realidad nunca había podido amar, todos sus amoríos no habían consistido en más allá de meros encuentros sexuales; si podría ayudar a Stasia y Karl a realizar su amor lo haría, pero no sabía cómo.

 Durante la noche y en un momento en que Helga iba cumplimentando a todos sus invitados, se acercó a la audaz Stasia y su abuela que retenía a la joven sin dejarla mover de su lado después del dichoso baile con el músico. Por supuesto Ferdinand humillado no se había vuelto a acercar a la joven, dedicándose a coquetear abiertamente con otras invitadas. Helga aprovechó para invitar a abuela y nieta a un té de señoras en su casa el próximo jueves. Nadie en Viena despreciaba la invitación de la mujer de uno de los hombres más ricos del país, por muy poca alcurnia que ésta tuviera o por los distintos rumores que circulaban por Viena sobre la pareja de los Barones von Kleinst, y la abuela aceptó gustosa porque, además, la Baronesa inexplicablemente le caía muy bien.

 Durante el té la Baronesa charló entusiasmada de la próxima boda que se rumoreaba en Viena entre Stasia y el Duque de Kölnberg, sería uno de los grandes acontecimientos sociales del año y al decir esto, mientras ofrecía una taza de primorosa porcelana inglesa con un aromático té de la India a la joven, dejó deslizar entre sus manos una nota y en su oído susurró: “Sígueme, estoy de vuestra parte. Sé de lo tuyo con Karl”. Stasia era lista y captó el mensaje. De repente dijo que sí, que a ella también le hacía mucha ilusión convertirse en una gran dama de la alta sociedad vienesa y que contaba con los expertos consejos de la Baronesa. La abuela asombrada del cambio de la joven la miró sorprendida: “Abuela, me siento muy joven y sentía que no podría hacerlo correctamente, pero ahora que he visto lo bien que se desenvuelve nuestra querida Baronesa, sé que contaré con su ayuda y estaréis todos muy orgullosos de mí”. La abuela en su interior no podía más que celebrar haber aceptado la amistad de aquella mujer que de baronesa tenía lo que ella de japonesa. “En fin, no hay mal que por bien no venga” pensó la dama.

 

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Un misterioso fiaker recorría las calles empedradas y húmedas de la lluvia que había estado cayendo durante el día, ahora en el marco de la oscura noche vienesa, iluminada por tenues farolas de gas. La Luna cómplice natural del amor, no brillaba en el cielo raramente oscuro que casi siempre estaba tachonado de estrellas felices en la capital del Imperio. Apenas unas cuantas calles entre un punto y otro y se detuvo el fiaker. Al abrir la portezuela descendió del carruaje que estaba aparcando en las cuadras del palacete von Kleinst, una pequeña mujer con el rostro encapotado, en el pasadiso de las cocheras. Otra mujer también con el rostro totalmente cubierto por una gran capa negra, la esperaba con una pequeña antorcha y ambas subieron por las escalaras traseras del palacio en absoluto silencio. Una vez en una habitación algo escondida, pero con una gran cama con dorsel, las dos se miraron.

 

-¿Por qué hace esto por mi, Baronesa, si apenas me conoce?

-Me recuerdas la jovencita que un día fui y no llegó nunca a amar, no quiero que te pase lo mismo. Como sabes, no tengo hijas y debo tener alma de celestina, como dicen los españoles.

Las dos rompieron a reír con risas bajas y se abrazaron.

-Gracias, nunca lo olvidaré.

-Eso espero- dijo con dulzura Helga.

Detrás de una puerta surgió Karl que corrió a los brazos de su amada, la baronesa con discreción solo dijo:

-Recordar que estaré de vuelta en hora y media, no olvidéis ahora pasar el cerrojo a la puerta- dijo guiñando el ojo y cerrando la puerta tras de ellas.

Los amantes se amaron con todas las ganas que sus jóvenes cuerpos pedían y luego más reposadamente Karl le dijo a Stasia.

-La Baronesa está decidida ayudarnos, tiene un plan arriesgado para que huyamos, pero es muy arriesgado. ¿Lo harías?

-¿Me lo preguntas? Iría contigo al fin del mundo.

-Lo sé, amor mío, te cuento: la Baronesa nos dejara un encargo muy valioso que tenemos que entregar en un lugar de la Costa Azul, allí dos damas nos recibirán y se encargaran de ponernos en un tren rumbo a París, pero tú tendrás que vestirte de hombre y pasar por uno de esos chicos que visitan este palacio, ya sabes, los amigos de su marido…

-¿Pero no teme la Baronesa que nos pillen a todos en semejante berenjenal y mi padre termine retando a duelo al Barón?

-No, porque tenemos una madrina muy poderosa.

-¿Quién?

-No sé de quién se trata, pero nos enteraremos al llegar a la Riviera francesa. Me entregará la dirección de la casa donde debemos llegar. Creo que es en un sitio llamado Cap Ferrat.

-¡Santo Cielos!- exclamó Stasia- es ahí donde veranean los Emperadores.

-Pues en esa casa debemos llegar y entregar un muy valioso encargo que debemos cuidar con mucho celo durante todo el viaje, hasta entregarlo a una anciana dama y de ahí nos ayudaran a llegar a París. Es todo cuánto sé.

-¿Una anciana dama que vive en Cap Ferrat?- musitó Stasia casi para sí- Cariño, conoces poco estos mundos, pero casi me atrevería a asegurar quien es esa anciana dama que tiene contactos para enviarnos sanos y salvos a París.

-¿Y quién podrá ser?

-No perdamos tiempo. Debo irme. Es la hora que marcó la Baronesa y nada debemos arriesgar, después de lo que se está jugando por nosotros.

Los amantes se despidieron y Helga acompañó de nuevo a la chica a bajar por las escaleras traseras

 

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Dos hombres jóvenes impecablemente bien vestidos con capa, chistera, bastón, botines de excelente cabritilla a dos tonos y dos pequeñas maletas de un cuero de extremada calidad que llevaban celosamente en sus manos, caminaban aquel amanecer entre el humo de las locomotoras de vapor en el andén de la estación de ferrocarriles de Viena para subir al Orient Express que los llevaría desde Viena a Innsbruck, Venecia, Milán y finalmente a Niza, donde serían recogidos hasta llegar a Cap Ferrat con su valioso encargo. Viajaban en segunda clase, un compartimento a solas sería sospechoso, así que compartían literas con dos hombres más. Uno de nuestros dos jóvenes apenas si hablaba, su hermano mayor aludía que el pequeño era muy tímido. Cuando pasaban frontera el mayor presentaba la documentación por ambos y así en un puro nervio llegaron nuestros amantes a Niza para ser conducidos a una gran mansión en los altos de Cap Ferrat. Estaban maravillados ante aquel mar azul añil que se extendía muy por debajo de ellos, en aquel paraje de espectaculares acantilados. Un criado de librea los acompaño ante dos mujeres ya mayores. Una de ella, toda vestida de negro era muy conocida y ambos jóvenes sorprendidos hasta la médula, se inclinaron casi cayendo al suelo en una profunda reverencia ante su Emperatriz.

-Jajajajajaja, jajajaja, jajajaja, reía la mujer de negro casi histérica. He burlado a esos vieneses de nuevo. Jajajaja- otra estrepitosa carcajada- Juré que me pagarían una y mil veces todos sus desprecios y todo lo que me hicieron sufrir. Que arruinaría a las familias nobles de Viena.

La otra dama mucho más comedida, les indico con dulzura:

-Pero pasad, mis queridos, estáis en casa. Soy la Emperatriz Eugenia.

-Majestad, creo que traemos un encargo para Vos- dijo Karl con timidez.

-Lo sé, me lo entregáis y ya pasareis con mi ayuda de cámara para que os indique vuestros aposentos y podáis descansar de tan largo viaje. Querida Stasia, puede presentarse a cenar vestida ya como una dama- dijo Eugenia mientras en sus manos acariciaba el encargo de Viena traído en el maletín por la joven pareja: era un estuche largo, negro de fino terciopelo con broche de oro y fina seda blanca en su interior, lo extrajo de un cofre muy tallado y ornado de oro macizo, a su vez revestido de terciopelo rojo en su parte interna.

-Gracias, Majestad- dijo Stasia inclinándose ceremoniosamente ante la ex Emperatriz de los franceses.

Sin embargo, ambos jóvenes no podían despegar los ojos de su amada Emperatriz

-Señora- se atrevió a murmurar Stasia -cayendo de rodillas ante ella.

Elisabeth la levantó y la beso en ambas mejillas

-Perdonadme, niña querida, ya me conocéis.

-Sí, Señora, gracias infinitas por todo cuanto habéis hecho por nosotros.

-No tenéis que darme las gracias a mí, sino a la querida Baronesa Helga. Ella me puso al tanto y lo planeó todo, yo solo colaboré con mi protección a vosotros, pero no podíais saber nada. Nos veremos a la hora de la cena. Ahora haced lo que os indica nuestra bondadosa amiga la Emperatriz Eugenia.

 

Para decepción de los chicos fueron llevados a alcobas separadas; pero el cansancio era tal que los dos cayeron en un profundo sueño cada uno en sus respectivos dormitorios. Eran las siete de la tarde cuando fueron llamados por dos doncellas indicándoles que sus baúles ya estaban en sus aposentos y que era hora de engalanarse para cenar.

 

Stasia no podía creer lo que estaba viviendo, le parecía todo un sueño muy fantástico para ser real. Karl en cambio a pesar de la alegría, ya sentía nostalgias por su amada Viena.

Dos días más tarde, con besos y abrazos de las dos Emperatrices ambos partían en el expreso rumbo a París. ¡Llevaban pasaportes diplomáticos austriacos firmados por el Emperador de Austria! Lo que lograba sacar Elisabeth de aquel hombre no lo lograba nadie, se dijeron muertos de felicidad. Allí podrían casarse en Notre-Dame e iniciar una nueva vida en París.

 

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Veinticinco años después, Stasia esperaba con impaciencia la llegada de su marido que era el director de la orquesta Sinfónica de la Ópera de París, el Palacio Garnier tan querido por ellos pues había sido erigido bajo el reinado de Napoleon III, el marido de su querida amiga la Emperatriz Eugenia que a menudo pasaba largas temporadas con ellos. Las bombas habían caído tristemente sobre Europa. En la amada Viena casi todo estaba destruido, el viejo emperador Francisco José, aquella reliquia venerada en el palacio de sus antepasados había muerto de viejo y de pena mientras la sangre era derramada en los campos y ciudades de Europa y el Imperio, el tantas veces centenario Imperio donde Stasia y Karl habían nacido se hundía para siempre. Ellos esperaban la llegada de la Baronesa Helga y su familia, que escapaban del horror en que habían convertido los aliados a Austria-Hungría.

 

Helga tan esbelta y elegante a pesar de sus sesenta y tres años se bajó del automóvil con el paso joven y grácil que siempre tuvo y corrió a refugiarse en los brazos de su protegida.

-No sabes, querida mía, lo que ha significado dejar Viena y todo nuestro mundo detrás.

- Es muy doloroso, Helga. Karl y yo estamos deshecho por el destino cruel de nuestra amada Austria, pero aquí estaréis bien y nada os faltará. Será un exilio doloroso, pero tendréis nuestra compañía y el cariño y apoyo de nuestros hijos que os sienten como sus verdaderos abuelos, no a mi padre, que en años se ha ocupado siquiera de dignarse a verlos.

-¿Qué ha pasado con tu familia?- Inquirió Helga

-Están a salvo en Londres. A pesar de todo, Karl que es un hombre sin rencores por el pasado, con sus contactos en la corte inglesa a través de su carrera de músico internacional ha podido situarlos en Londres. Todo esto te lo agradecemos a ti, mi querida Helga, hemos sido muy felices durante todos estos años.

Helga la miro entre triste y dulce:

-Eso me basta, Stasia, saber que con mi granito de arena pude haceros felices. Basta saberlo para entender que la vida mereció la pena de ser vivida a pesar de sus miserias, cuando sabes que pudiste ayudar a otros a ser felices- Contestó Helga contemplando el cielo y dando una vez más muestras de su generosidad infinita.

 

Aquella tarde supieron que el emperador Carlos, enfermo y sin fuerzas había abandonado Viena, sin abdicar del trono que por derecho le pertenecía. El águila bicéfala de los Habsburgo que durante siglos cobijara bajo sus alas, con su amplia sombra centenaria el viejo Imperio de un Conde llamado Rodolfo, nacido en la región de Argovia, hoy Suiza, para alzarse con la corona del Imperio más poderoso de Centro Europa, el águila bicéfala de los Habsburgo había fenecido para siempre y pasarían muchas décadas y penurias sobre Europa para que el Imperio fuera recordado y añorado con verdadera nostalgia por las generaciones de futuros austriacos, bohemios, húngaros, croatas, rutenos, polacos, alemanes, italianos, eslovacos, eslovenos, ucranianos, serbios… Todos los pueblos de la civilización del Danubio que habían contribuido a dejar un legado cultural único en Europa.

 

Stasia y Helga se abrazaron llorando. LA Dinastía había muerto y con ella el mundo de ayer.

 

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En Madrid, en el céntrico Palacio de Liria de los Duques de Alba, la vieja Emperatriz Eugenia de luto rigoroso, más pequeña que nunca, ya su diminuta y regia cabeza totalmente encanecida, abrió de nuevo el estuche negro de terciopelo y leyó una vez más la nota de la Baronesa Helga:

 

“Señora, éste es el collar de perlas de la desafortunada Reina María Antonieta. Ha permanecido en Austria al cuidado de la familia de mi marido durante un siglo, pero es hora de que vuelva a las manos de una soberana francesa. Vuestra Majestad sabrá cuidar esta joya de incalculable valor histórico y darle el camino adecuado que merece a la luz de la historia.

A vuestros pies me inclino,

Helga, Baronesa von Kleinst”

 

Eugenia recostó su cabeza sobre el sillón, cerró sus ojos tristes y recordó aquellos retratos que un día pintará de Elisabeth y de ella -ambas en la plenitud de su belleza- el pintor de corte Winterhalter: junto con la Mona Lisa, los dos retratos más conocidos de dos mujeres en casi todo el mundo. Depositaría el collar en poder da la familia Alba y así estaría a salvo.

 

La Historia había terminado. El perfume de la decadencia se había evaporado, dando paso a la fea y triste amargura de una descomposición sin igual: el mundo de ayer ya no existiría más.