Kiki de Montparnasse

Kiki de Montparnasse
Kiki de Montparnasse

miércoles, 26 de abril de 2017

STEFAN ZWEIG, ADIÓS A EUROPA

Lo leía mi bisabuelo, mi abuela, mis tíos, yo y mi hija. Aun cuando dicen que no estaba de moda. Sus libros los vi en las estanterías desde que tengo uso de razón. Su María Estuardo fue mi segundo libro de historia en mi primera adolescencia. Gracias a él comprendí la diferencia entre catolicismo y protestantismo y lo enrevesado que puede sonar el mundo centroeuropeo al mundo mediterráneo más ligero y diáfano. Jamás leí “Carta de una desconocida”. Sé que no había tal desconocida… Stefan Zweig dijo que había nacido en un país desaparecido y se me quedó grabado... 


Quizás por todo esto tenía yo demasiadas expectativas en una película sobre su vida. Ya sabemos la dificultad que entrañan este tipo de biopics, pero aquí era, a mi juicio, tan sencillo: recrear su palabra. Sin embargo, ni el hombre ni el escritor asoman, o lo hace tan fríamente que no se logra penetrar en el alma tan conocida de uno de los autores más sublimes del siglo XX.

Tampoco nada grato fue verlo en esa cotidianidad tan pequeñoburguesa de cualquier exiliado. Tratar de proyectarlo tan endemoniadamente humano para no caer en el melodrama nos lo arroja desaborido y lo aleja totalmente de sus textos. No es necesario recrear la condición humana de los genios, es preferible quedarse en el genio. Tanta cercanía agota.



En muy verídica la primera escena del gélido y abrumado Zweig tomando distancias políticas del régimen alemán, sin criticarle ni pontificar, pero en la película lo muestran como si se tratara de algo que no iba con el escritor. El actor austriaco Josef Hader intentando transmitir en todo momento la depresión del autor, más bien nos regala un Zweig anodino y distraído con la mirada perdida todo el tiempo en el espacio, sin muchos registros ni una buena caracterización física. Solo cuando se encuentra con su primera mujer parece cobrar aliento: con ella se puede quejar libremente de la vida.

Honestamente la manera en que abordan sus últimos años transcurridos en un Brasil agobiante entre el calor y la simpatía exuberante de sus habitantes, dan ganas de salir huyendo del cine. A  Zweig le gustó ese mundo, era agradecido como toda persona bien nacida, pero aquello no era lo suyo… Es lo único que vagamente, sin ofender, se atreven a insinuar los realizadores sobre las circunstancias del desterrado autor. Sabemos que las razones de su suicidio no fueron estrictamente políticas, la depresión no era nada nuevo en su vida. El exilio lógicamente la agudiza. En suma el film te deja con ese sabor de: “era un escritor muy famoso, vendido y solicitado”, pero nada más, sus textos aparecen mezclados en diálogos automatizados, sin la vibrante fuerza y la reflexión pura que en todo momento le caracterizó.

Y termino comentado que la manida frase del pasaporte no podía faltar, claro. Él hablaba de antes de 1914. Se toma un aspecto único de Zweig: el multiculturalista, que no fue exactamente así, pues él nació en otro mundo donde los pueblos eran distintos, pero no tan distintos como quieren hacernos ver hoy. No creo que sea un buen film para los que conocemos su obra, y para los que no la conocen será una especie de Sisi: se llevarán una imagen falsa del autor, pero acorde al pensamiento imperante. El Zweig inmenso de “El mundo de ayer” y  “Momentos estelares de la humanidad”, brilla por su ausencia.





lunes, 24 de abril de 2017

CATALINA MICAELA


Catalina Micaela, las más bella de todas las infantas españolas, era hija de Felipe II y su tercera mujer Isabel de Valois. Pintada por Sánchez Coello, es el retrato más hermoso de un miembro de la familia real española de los Austria (Habsburgo), solo comparable al de su abuela la emperatriz Isabel, pintado por el Tiziano. 

El retrato de la infanta Catalina en el museo de El Pradro fascinaba al gran escritor colombiano Álvaro Mutis, Premio Príncipe de Asturias y Premio Cervantes. Don Álvaro solía decir que la infanta Catalina era el gran amor de su vida.

Catalina se convirtió en Duquesa de Saboya y tuvo diez hijos, murió de parto a los treinta años. Siempre le reprochó a su padre que no la casará con un rey, sino con un duque. Las cartas entre padre e hija son una auténtica demostración de cariño filial.


¿HERIDO DE MUERTE?

El Imperio Austrohúngaro estaba herido de muerte. Herido de muerte no solo desde la tragedia de Mayerling, que sin duda contribuyó. Ese fue el principio del fin que culminó con el tiro de Sarajevo. Herido estaba el imperio tal vez porque Franz Joseph I había vivido demasiado tiempo, más, infinitamente más, de lo que se solía vivir en aquellas épocas,  y desde la revolución de 1848 y su ascensión al trono el mundo había cambiado demasiado, mientras el Emperador, la reliquia guardada en la exquisita Viena, no se enteraba de nada. Sin embargo, estas son consideraciones tanta veces repetidas que no me saben a nada ya.

Francisco José fue un gran emperador, no por sus hazañas bélicas donde más bien obtuvo fracasos, ni por su vida personal cargada de tragedias. Si lo miramos objetivamente son las tragedias normales en una familia reinante en el ocaso de su historia, en un momento álgido de cambios en el mundo. Se dice de él que fue un buen marido: lo fue, que era un burócrata: lo era, que era rígido, había sido educado en una profunda rigidez. No era guapo, a pesar de la elegancia con que solía vestir sus uniformes, ni era culto, pero era digno, muy  digno, palabra que hoy no tiene el mayor significado. 

Tuvo muchas equivocaciones políticas, muchos desencuentros que iban parejos a su formación rígida, pero era un hombre bueno, considerado y cortés en el trato personal con sus servidores y todo el que se le acercaba, siendo siempre el emperador y manteniendo las distancias. Hombre austero, el único dispendio que tuvo en su vida fue costear los gastos de su legendaria y hermosa mujer. El Emperador fue velador de sus pueblos, a los que servía con amor y por los que tenía que responder ante un Poder Divino, en el que sí creía. En suma, un líder honesto del que se han vertido tremebundas historias cuando la dinastía no gozaba de la buena prensa y prestigio que tiene hoy.




Juzgar a toro pasado es fácil, seguramente había hambre en Viena y no todos disfrutaban de los privilegios de la Corte ni de una floreciente clase media bastante amplia, aunque también en aquellos tiempos había hambre en París, Londres y los barrios marginales de New York. Tal vez no fuera el Imperio quien estuviera herido de muerte, y quien lo estaba realmente era Europa, la Mitteleuropa cosmopolita y de alma enrevesada, profunda a la vez que ligera y vitalmente civilizadora, que cae en manos de líderes surgidos de entre la penosa burguesía pacata y limitada, que buscaban el paraíso en la tierra y solo abocaron a sus pueblos al desastre. Aquellos nacionalismos furibundos que prefieren perder su riqueza universal a cambio de ganar terrenitos tribales y seres más manejables en mano de imbéciles.  

No es mi intención soltar un tostón para decir que el fenecido Imperio Austrohúngaro, bajo mi punto de vista (--)…, no estaba herido de muerte, no lo está quien ha sido un árbol que cobija bajo su sombra de siglos a millones de seres humanos que hablaban y pensaban distinto, pero cuando la mala yerba crece junto al árbol y no es extirpada, si el cáncer crece sin que nadie lo detenga por miedo a intervenir, entonces no fue el Imperio en sí, sino los hombres de su época quienes estaban heridos de muerte.

La última edad imperial fue un mundo de belleza y cultura, de lustre y brillo. En su seno surgieron artistas y creadores de talento extraordinario, hombres que luego lloraron sobre las ruinas y escombros de sus casas de Viena, Praga, Budapest…, sobre sus bibliotecas destruidas bajo las bombas y de sus oleos desaparecidos. Perdidas para siempre las mieles de un mundo delicioso y de una civilización fenecida. 

Hoy sucederá lo mismo.





sábado, 22 de abril de 2017

NO UN BRASSAÏ



Muchas personas piensan que esta foto es de Brassaï, es falso. Pertenece a Robert Doisneau, otro grande de la fotografía.






viernes, 21 de abril de 2017

CHARLAS A SOLAS and always BRASSAÏ in white & black


Retomo temas de un antiguo blog porque me apetece, claro. Puede que lo siga o no, espero que sí, pero sin tomar la vida muy en serio o aparentar mucha sapiencia en nuestras posturas. Dice un joven amigo, muy querido por mí (don Fabián Villeda Corona), que los blogs ya son cosas de mayores… Sigamos..., las tipografías van a su aire, las dejo libres y no me peleo con ellas, lo mismo con las anteriores maquetaciones. En últimas da igual, porque los blogs no son más que charlas a solas en medio de la aldea global, y nunca se ha escrito tanto para el mundo, sin decir casi nada.

Para recomenzar confieso una vez más que no sé qué tiene la fotografía en blanco, negro, plata y grises que me imantan. Es una perdición porque la vida ha sido siempre a colores… Tal vez es por su pátina de nostalgia… Hoy con la tecnología se pueden conseguir verdaderas virguerías, pero no es lo mismo. Sin embargo, gracias a la tecnología podemos recobrar ese pasado.

Descubrí a Brassaï a mis 19 años, en el Village. Desde entonces he hecho casi todo el viaje a su lado. Por más que intenté apartarle algunas veces, él no me dejó. Porque el arte no nos abandona nunca cuando le sentimos dentro. Existirá la alegría y el dolor, pero primero la palabra escrita, la estatua esculpida, el óleo y la música. Luego nosotros que pasaremos siempre, y, "hasta tanto volvamos a encontrarnos" en otros seres venideros, "que la tierra se vaya haciendo camino a nuestros pasos"...


Este París junto con el Imperio Austrohúngaro, son los dos grandes iconos de mi vida. Pudiera parecer contrapuesto a los ojos del mundo actual, pero no. En absoluto.

Mañana por supuesto el Imperio. Después seguiremos viendo...







miércoles, 19 de abril de 2017

PARÍS ES UNA FIESTA EN NOSOTROS

Cuando llegué a París ya tenía mi trayectoria de la ciudad de los Borbones, de la revolución francesa, de su gran novela del siglo XIX y The Lost Generation en aquel París de entreguerras que me deslumbraba. Lo conozco como la palma de mi mano. Hace la friolera de 38 años. París es como un gusanillo que ya prefiero olfatear de lejos.






Repaso parte de mi colección de libros de París, muchos del museo Carnavalet o mis Habsburgo, Zola, de Márai,  Zweig. La Mitteleuropa de mis amores. Gone with the wind.











El ALMIRANTE










Venero con profundo respeto y dolor el destino de los rusos blancos, allí donde fueran, pero especialmente los que tantas penurias pasaron en mi amado distrito noveno de París.

Habré leído varios libros para entender las causas de la Gran Guerra y racionalmente he logrado comprenderlas. Aunque es fácil hablar a toro pasado. No me entra en la cabeza como un continente, una civilización, la mayor, se suicida de semejante manera. Solamente pensando en la caída de Roma me aclaro algo, y en el ansia de poder desmedida de los hombres, de aquellas élites ya marchitas, la envidia de los de abajo y la maldad humana.

Cuando vi  “El Almirante”
 y sentía que aquellos valores, los cuales amo, pertenecían a un mundo fenecido: patria, Dios, el Emperador, el honor, el valor, la Verdad, la Belleza, me sentí sola, perdida, desarraigada y solo me consolaba el recuerdo de un puñado de amigos. En este mundo individualista, egoísta, feo, uno se refugia en lo que puede: en el recuerdo de los grandes imperios, en fotos de calles de París en otras décadas o en un una jarra con flores.

¿Qué hemos ganado? ¿tecnología? ¿bienestar material? Sí. Nuestras vidas son más cómodas, largas, penosas y depresivas. ¿Libertad? No, perdón, libertad no hemos ganado, ni sentido de la justicia. A la supuesta “igualdad” la hemos convertido en mediocridad, porque la igualdad por ley natural, señores, no existe. Y gritar lo que yo quiera sin que nadie se oponga pero tampoco me oiga, eso es libertad para tontos.

Cambiaría años de mi vida por unas schubertiades o una noche decimonónica de invierno en calesa por Viena. Preferiría haber nacido en Viena y no salir jamás de allí, solo hasta Bad Ischl, antes de las ventajas que he tenido de viajar a donde me plazca. Yo hubiera de todas maneras, aún naciendo en el XIX, llegado a Florencia, todo esto pensaba mientras contemplaba al Almirante que, contra viento y marea, nunca mejor dicho, de rodillas, rezaba ante Dios en el mar Báltico, momento antes de despedazarse con sus primos alemanes, y ante ese sentimiento profundo de que algo es superior a nosotros yo me inclino, ante ese Dios Todopoderoso que quizás no quiso poder...

 Europa hoy hundida y desesperada de si misma, ahora quiere ser más moderna que la modernidad. La democracia llevada a todos los ámbitos de la sociedad no tiene el menor sentido civilizador y si, además, carece de líderes que la puedan sostener y elevar de las masas furibundas, todo se convierte en una absurda algarabía de grillos vociferantes.

Y este es mi lamento por un mundo "espirituosamente voluptuoso" que se perdió hace un siglo.

lunes, 17 de abril de 2017

EI DANDI

UMBERTO ECO Y CHARLES BAUDELAIRE



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Los primeros indicios de un culto a lo excepcional se producen con el dandismo. El dandi nace en la sociedad inglesa de la Regencia, en los primeros decenios del siglo XIX, con George Brummel, que no es un artista ni un filósofo que reflexiona sobre la belleza y el arte. El amor a la belleza y a la excepcionalidad se manifiesta en él en los hábitos y en el vestir. La elegancia, que se identifica con la simplicidad (llevada hasta la extravagancia), se une al gusto por la frase desconcertante y el gesto provocador. Como ejemplo sublime de hastío aristocrático y de desprecio por la opinión, común, se cuenta que en cierta ocasión lord Brummel cabalgaba con su mayordomo por una colina y, viendo, desde lo alto de dos lagos, preguntó a un sirviente: “¿Cuál de los dos prefiero?”. Como diría más tarde Villiers de l’Isle Adam: “¿Vivir? Nuestros sirvientes piensan en ello por nosotros”.

En los años de la Restauración y durante la monarquía de Luis Felipe, el dandismo (siguiendo la moda de la anglomanía muy extendida) penetra en Francia, conquista hombres de mundo, poetas, novelistas famosos, y halla finalmente sus teóricos en Charles Baudelaire y Jules-Amedeé d’Aurevilly.

A finales de siglo, el dandismo regresa a Inglaterra, donde convertido en imitación de las modas francesas, serla practicado por Oscar Wilde y por el pintor Aubrey Beardsley. En Italia aparecen elementos de dandismo en algunos comportamientos de Gabriele D’Annunzio.

Mientras algunos artistas del siglo XIX entienden el ideal del arte por el arte como culto exclusivo, paciente, artesanal, a una obra a la que dedicar la propia vida para plasmar la belleza en un objeto, el dandi (e incluso artistas que pretenden ser a la vez dandis) entiende este ideal como culto a la propia vida pública, que hay que “trabajar”, modelar, como una obra de arte para convertirla en un ejemplo triunfante de belleza. No es que la vida esté dedicada al arte, es el arte el que se aplica a la vida. La vida como arte.

Cómo fenómeno de costumbres, el dandismo presenta sus propias contradicciones. No es una rebelión contra la sociedad burguesa y sus valores (culto al dinero y la técnica), porque a fin de cuentas es una manifestación marginal de esta sociedad, evidentemente no revolucionario sino aristocrática (aceptada como adorno excéntrico). A veces el dandismo se manifiesta como oposición a los prejuicios y a las costumbres corrientes, y de ahí que a algunos dandis les parezca significativa la opción de la homosexualidad, que en aquella época era totalmente inaceptable y penalmente punible (es bien conocido el doloroso proceso contra Oscar Wilde).

Umberto Eco (Historia de la belleza)



Jules-Amédée Barbey d´Aurevilly


El perfecto dandi

CHARLES BAUDELEIRE

El pintor de la vida moderna, 1869

La idea que el hombre se forma de la belleza se imprime en toda su indumentaria, arruga o estira su traje, afina o endurece su gesto y penetra incluso sutilmente, con el tiempo, en los rasgos de su rostro. El hombre acaba pareciéndose a lo que querría ser. El hombre rico, ocioso, algo escéptico, que no tiene más ocupación que correr detrás de la fortuna; el hombre que ha crecido en el lujo y está acostumbrado desde la juventud a la obediencia de los otros hombres, que no tiene más profesión que la elegancia, tendrá siempre, en todas las épocas, una fisonomía distinta, diferente a cualquier otra. El dandismo es una institución vaga, extravagante, como el duelo. (…) El dandi no tiende al amor como a un fin especial. (…) El dandi no aspira al dinero como a algo esencial; tendría bastante con un crédito infinito; de buen grado deja esta trivial pasión a los hombres vulgares.

El dandismo no es, como muchas personas poco reflexivas quieren creer, un exceso de aseo y de elegancia material. Estas cosas no son para el perfecto dandi más que un símbolo de la superioridad aristocrática de su espíritu. Así a sus ojos, deseosos sobre todo de distinción, la perfección del aseo consiste en la máxima simplicidad, que es, en realidad, la mejor forma de distinguirse. (…) Es, antes que nada, la necesidad ardiente de crearse una originalidad, contenida en los límites externos de las conveniencias. Una especie de culto a sí mismo, que puede sobrevivir a la búsqueda de la felicidad que se encuentra en los demás, en la mujer por ejemplo: que pude sobrevivir incluso a todo lo que se llama ilusión. Es el placer de sorprender y la satisfacción de no sorprenderse nunca.

miércoles, 12 de abril de 2017

PAUL VERLAINE




Remy de Gourmont


Esta última etapa de la vida de Verlaine no aparece, en verdad, muy edificante, pero vista de esa manera, a través de mil anécdotas, no tiene ese carácter vergonzoso de baja bohemia que se le ha atribuido siempre. Él no tenía instintos de bohemio, y fueron las circunstancias, más que su propio gusto, las que le condujeron a la mala vía. Como era pobre, y por lo demás incapaz de ganarse regularmente la vida, vivía en el hotel, como un viejo estudiante.


Ahora bien, una habitación de hotel no es un lugar muy agradable: raras veces eso constituye un gabinete de trabajo donde uno se siente bien, donde uno se retira con gusto. La consecuencia: el café. Verlaine va al café.

Hacia 1890, un fotógrafo tuvo la idea de publicar una serie con el título, si me acuerdo bien, ‘Nuestros escritores en su casa’, y mientras los hombres de letras, entonces más o menos célebres, se exhibían en medio de un suntuoso ambiente, digno de banqueros o de dignatarios, Verlaine figuró simplemente tomándose su ajenjo, en el café François I, frente a la reja del Luxemburgo. Fue allí donde, por el momento, el poeta estaba en su casa. Pero todos los cafés conocidos y desconocidos del barrio Latino lo tuvieron sucesivamente como huésped.

Frecuentaba el Voltaire, el Procope, el Soleil d’Or, donde lo vi por última vez, y otros, sin contar un número de tabernuchos de último orden, donde se paraba frente al mostrador, apoyado en su bastón... Pero en los grandes cafés, estaba casi siempre rodeado de una corte de jóvenes que lo consideraban con una admiración en la cual había mucha curiosidad; más de uno no logró comprender nunca a ese ser extraño, brutal y vulgar, de aspecto bárbaro y embrutecido, que había hecho los versos más dulces del mundo y parecía negarlos con sus palabras. Su conversación, a veces fina y espiritual, era casi siempre de un raro cinismo.









MEMORIAS DE UN ROMPIMIENTO DE GLORIA




El primero fue llegando. Nunca desde el avión había visto la ciudad tan claramente: de repente aparté los ojos del libro porque oí que íbamos a aterrizar y casi sin darme cuenta mire por la ventanilla. Detesto desde hace varios años todo lo que tenga que ver con aviones y aeropuertos, los evito siempre que puedo viajar en tren, pero vislumbré algo que me pareció conocido: “¿Trocadero? No, no puedo ser… Sí, sí mira, es la torre Eiffel… ¡Pero si aquello es Notre-Dame!”, me digo. “¡París!”, sonrío para mí. Nunca la había visto así tan claramente desde el aire, sus tejados de pizarra se divisaban a mis pies… Había regresado, al fin, a París, de verdad y con el corazón. Igual que aquella primera vez de 1981, y… pensé en mi cubitera, la que adquirí en un mercadillo y que aun conservo, desecho de un viejo bar cerrado en los sesenta. Dos cosas tan inconexas como la gran ciudad y una cubitera vintage, pero conectadas en mi vida, que me hicieron sentir la misma emoción de entonces, pese a las tantas veces que entre aquella fecha y ésta he visitado la ciudad. Me reconcilié con tanto y tanto…

No voy hablar de París porque no sería justo. Hace década y media que no veo el Arco de Triunfo, a no ser de madrugada y que juré, cual Scarlett O’hara, no volver a pisar el Louvre para no mezclar mi rancia estirpe montmartriana y brassaniana con las hordas mancillantes de energúmenos que rasgan con sus tablets “el dolorido silencio de la historia”.

Me he enfadado muchas veces con París, mi genio y mal carácter se han desplegado contra la ciudad porque no soporto pensar en la demolición de Les Halles, no solo por los pabellones de Baltard, sino por el concepto de vida perdido, o que desde hace años en el 7 de Grégoire de Tours un restaurante chino, vietnamita o de donde sea, se levante donde otrora inquietantes noches parisinas se deslizaban entre recónditas sombras anhelantes, recortadas sobre las grises piedras varias veces centenarias.

No obstante, hoy París es casi toda patrimonio de la humanidad protegido por la UNESCO, sin peligro de demolición, así que para qué contar lo que todos sabemos guardan las riberas del Sena, de nuestra petite Coco, o de tal puente cerca de la amada Notre-Dame. Todo un “mobiliario urbano” que es parte del colectivo imaginario de los aquí “leyentes” de FR. Así pues escribo para hablar de “mi” París. Me divierten mucho las personas que suelen ir por primera vez y regresan diciendo en calidad de entendidos: “Montmartre me decepcionó”. Sí, admito que puede ser una decepción ingente para turistas palurdos que no sepan encontrar sus callejuelas solitarias que solo se descubren leyendo novelas decimonónicas (¡quedan tantas aún!). Quien no sepa saborear la dicha de dejarse acariciar por sus plataneros, recoger en el corazón, no en la retina, los luminosos rayos que siempre allí emanaran, aun en los más grises días de lluvia montmartriana, quien no sepa, creo se pierde un trozo de la historia artística de Europa. Esta vez me aguardaba una gran sorpresa.

Como toda la vida enfilé hacia la Butte, rue Lepic arriba, esquivando el gentío, el dichoso funicular de marras y diciéndome sobre todo: “No asomar por Place du Tertre. Ya no está Margot y solo queda el recuerdo de aquella maravillosa tarde de enero de 2001”. Directo a rue Cortot, como siempre desde 1981, y allí estaba esperando por mí un viejo y entrañable amigo.






La guapa pintora Suzanne Valadon





El aterlier de Suzanne Valadon y su hijo Maurice Utrillo.


En la rue Cortot se levanta un pequeño y casi desapercibido museo, el viejo “Musée de Montmartre” o, mejor dicho, “Le Nouveau Musée de Montmartre” que afortunadamente ni a los japoneses, ni a lo chinos, ni a los exquisitos, ni a los cultos —y menos a los incultos— les ha interesado nunca este pequeño rincón de París que fuera testigo absoluto de uno de los momentos más luminosos de la historia de la pintura: el impresionismo.






El famoso sofá



























Mirando la Butte desde la misma ventana que lo hicieran Suzanne y Renoir.
El cielo es el mismo que ellos contemplaban.

¡Han rehabilitado el museo como solo saben hacerlo los franceses en lo tocante a las artes decorativas! Han revivido en sus muros los ateliers de sus artistas, de modo que sola —no había un alma—, como quien entra a un templo, traspasé la puerta que me separaba del tiempo real y me vi de repente en el espacio físico donde Suzanne Valadon vivió con su hijo Maurice Utrillo, y donde Renoir pintó su Moulin de la Galette cambiando para siempre la historia del arte.

Estaba sola, absolutamente sola, rodeada de ELLOS, mirando a través de los grandes ventanales del atelier al viejo cabaret Lapin Agile, donde cantó Braunt y también Wiesenthal. Allí más abajo seguía la vieja barra de zinc de …, los jardines, los viñedos, y yo absolutamente sola y libre tuve el privilegio de respirar su aire jubiloso y triunfante sobre el tiempo, su profunda paz, esa conexión con lo grande, con lo importante, que es lo más parecido a Dios que conozco en la tierra: la dimensión del arte y de la historia, que todo lo sobrepasa y lo atraviesa como un rayo de esperanza, la última que me queda. Un perfecto rompimiento de gloria.





El estudio en la época en que la pintora lo habitaba.













Y desde allí también veía el Lapin Agile, a solas con mis fantasmas tutelares.




Luego en la noche a cenar con solera en lo último que queda de Les Halles, La Poule au Pot. Charlando con el camarero de antiguo estilo parisino, acodados los tres en la barra de zinc, en la húmeda noche silenciosa, Javier y yo rememoramos con él lo que significó todo aquel mundo de voluptuosidad, en todos los sentidos y ya perdido para siempre. Didier nos aseguraba orondo que allí nunca recibirían manadas de turistas como ese espanto en que hace años han convertido Au Pied de Cochon, que no guarda parecido con el original, recordamos a Jean Gabin en El tiempo de los asesinos, título robado a Rimbaud, y terminamos concordando que con La Poule au Pot desparecerá el ultimo resquicio de un mundo, un siglo, una manera de ser y de entender la vida que ya no es.









J'attendrai
Le jour et la nuit, j'attendrai toujours
Ton retour
J'attendrai
Car l'oiseau qui s'enfuit vient chercher l'oubli
Dans son nid

¿Serán mis pasos sobre el pavimento los que oigo, o Ne mettent-elles pas leurs pas dans les leurs sur les mêmes trottoirs, les mêmes pavés, les memes coins de rue?