RELATO EN VIENA
Otro collar de la reina María Antonieta
Es evidente que esto tiene muchas licencias en el
tiempo, que no compaginan ni encajan, pero las utilice para poder homenajear al
Imperio y a la Emperatriz Elisabeth.
La trama argumental no es muy intrigante en sí y bastante manida, lo hago para entretenerme y me recreo en los detalles que es lo que más me importa. Me doy el lujo de poner los títulos nobiliarios en mayúscula, que ya no se lleva, y os lo dejo por si lo queréis leer algún día. Si alguno lo hace, sed, por favor, magnánimos como el Emperador. No tengo tiempo de documentarme, todo lo suelto de lo que sé de mis lecturas previas de estos mundos
“LA BARONESA HELGA”
Stasia por indicación de su abuela se sentó frente al piano. No tenía las menores ganas de hacerlo. Era una actividad impuesta que odiaba. Amaba la música y se sabía mala pianista. Frente al piano vertical Bösendorfer, en esa pieza artesanal de exquisita y oscura caoba pulida, construida paso a paso en los afamados talleres vieneses de la compañía, en aquel noble instrumento donde algunas veces tocará el virtuoso Lizt, ella se sentía perdida y humillada. Así que al terminar el famoso “Claro de Luna”, sin esperar ni un solo elogio se incorporó, aludiendo con una voz baja, fina pero algo ronca, la falsa excusa de que padecía una fuerte jaqueca. Stasia era de estatura pequeña, muy delgada, hombros breves, con fino talle de abeja y su rostro triangular era moreno, con grandes ojos grises borlados con enormes pestañas oscuras. Su tipo era más bohemio que austriaco. Subió las escalinatas del palacio y entró en una inmensa habitación de grandes ventanales cubiertos con cortinas de damasco, techos artesonados y blancas molduras con detalles dorados en las altas paredes tapizadas. Se dejó caer frente al tocador: a sus veinte años sabía que ya era tiempo suficiente para que su abuela y su padre anunciaran su compromiso con el Duque de Kölrnberg, aquel aristócrata vienés con los 14 antepasados de rigor, alto, muy rubio delgado, con bigotes a la última moda y siempre de etiqueta, que no se perdía un baile en la Corte del Emperador. Mejor partido no existía en Viena. Ella, Stasia también lo era. Su familia descendía de la alta aristocracia bohemia y durante siglos, los Príncipes de Miloslava, habían sido fieles servidores del Imperio, que ella recordará todos sus antepasados militares varones habían pertenecido a la guardia de honor del Emperador reinante. Se dejó caer en el mullido sillón frente a su tocador, llevaba un enrevesado moño bajo que le hizo la peinadora aquella mañana, se sacó con rabia las orquillas y una larga melena muy oscura y espesa cubrió todos sus hombros y espaldas. Se incorporó para asomarse a través de la ventana del palacio familiar de la calle de Johannesgrasse, pero ya era tarde y solo pudo divisar una alta silueta oscura que con un violín en la mano se alejaba en dirección del Danubio. Había llegado tarde a su cita por culpa de su abuela. Lo sabía de antemano.
Porque ella, Stasia, Princesa de Mislova y Condesa de
Wilczek amaba locamente a un músico de la Corte y era igualmente correspondida
por él y de ningún modo dejaría que la casaran con ese Kölrnberg, así se
tuviera que postrar suplicante delante de las faldas de largos vuelos y amplio
meriñaque de la Emperatriz -en alguno de sus viajes a Viena- o en el peor de
los casos fugarse con su músico, sino quedaba más remedio, ya que sabía que su
familia jamás aceptaría un matrimonio morganático, sino había intercepción por
medio de los Emperadores y con el Emperador no se hacía ilusiones; pensaba
Stasia que era un hombre bueno y magnánimo al que ella admiraba y guardaba un
respeto profundo, pero en cuestiones amorosas para Su Majestad Imperial, que
extrañamente impuso su propio matrimonio por amor, contaba más la estirpe y el
linaje que la pasión. Cierto es que su Emperador se había casado con la nieta
del Rey de Baviera, pero el matrimonio con aquella hermosísima mujer que
Francisco José I amaba con devoción no había resultado ser ni el desastre que
se decía, pero tampoco el apropiado para un Emperador de Austria. Su propio
hijo y único heredero varón, había terminado casándose con una princesa belga y
el matrimonio peor no pudo acabar con el disoluto heredero suicidándose junto a
su joven amante. Así puestos, en aquella fría noche vienesa de febrero de 1894,
Stasia estaba decidida a no terminar como el archiduque heredero.
***
Ferdinand von Kölrnberg aspiraba el humo de su
cigarrillo mientras su amante, la baronesa
Helga lo contemplaba irónicamente extasiada.
-Entonces, querido, ¿te casarás con la hermosa Stasia?
-Está previsto. Pronto se anunciará el compromiso, en
cuanto el Emperador nos dé su bendición.
-¿Y ella está muy entusiasmada?- Preguntó Helga con
voz burlona.
-Ni lo sé, ni me importa. Es un buen partido, una
criatura hermosa, su familia engendra buenos descendientes sanos que llegan a
la edad adulta y es todo lo que me importa. Será una perfecta duquesa y
recibiremos como debe ser a la aristocracia vienesa en nuestros salones.
-Tú te convertirás en un fiel esposo…
-Eso te lo inventas tú.
Helga rió de buena gana. Era una mujer alta,
curvilínea, rubia, muy elegante. Con sus esplendidos treinta y ocho años
caminaba casi deslizándose por las alfombras de su palacete, sobre suelos de
perfecta tarima barnizada.
-¿Tus hijos no están en casa?
-No, han salido con su padre.
-Ah, cuidado a donde les lleva tu marido…
-¿Por qué dices eso?
-Ya sabes…- se burló el otro.
-Su padre es un empresario con éxito que sabe darles
la mejor educación.
-Helga, ¿desde cuándo no te acuestas con tu marido?
-Desde hace muchos años, ¿pero eso qué tiene que ver
ahora? Mi marido es un hombre excelente.
-Tu marido es un homosexual perdido que va en compañía
de cuanto jovenzuelo pesque- Lo soltó con tal desprecio en su voz que Helga no
pudo contenerse:
-Lo hace con toda la discreción del mundo. Ha cumplido
con su deber y tiene derecho a la vida. Es un hombre bueno con los miles de
trabajadores a su cargo, excelente marido y padre. En cambio tú, eres un
tarambana y un golfo sin oficio ni beneficio por más apellidos ilustres que
tengas, ni la carrera en el ejército pudiste terminar por indisciplinado y
perezoso. Por hombres como tú caerá el Imperio, nuestro estilo de vida y ya
podremos ir llorando los de arriba y los de abajo.
Ferdinand en su cinismo no pareció impactado por la
andanada de insultos de Helga y le contestó con frialdad.
-Esto se irá al garete a la muerte del Emperador.
-No, si hubiera hombres responsables y no holgazanes
como tú en las más altas instancias del Imperio.
-Ni como tu marido.
-Te repito que Franz, mi marido, no es de tu calaña y
trabaja infinitamente y sin descanso por la conservación de nuestro patrimonio,
que tenga sus distracciones es una cuestión muy aparte que a nadie interesa y
menos a tí.- Lo afirmó con vehemencia en una defensa absolutamente apasionada
de su marido.
***
Helga había sido una jovencita de 18 años muy alta y
esbelta que trabajaba en una elegante
tienda de sombreros, donde su espigado cuello era muy apreciado para lucir dichas prendas. Fue allí donde conoció al Barón Franz von Kleinst, un hombre de unos treinta años, cuyo padre había sido el fundador de varias industrias muy prósperas en toda Austria. Se enamoraron y pese a la diferencia de clases, la madre del Barón la aceptó de muy buena gana, cosa que dejó muy sorprendida a Helga y su familia. La Baronesa madre se dio gustosa a la tarea de instruirla en todas las artes del refinamiento vienés y Helga resultó ser una alumna brillantísima. Se casaron y tuvieron tres hijos rubios y hermosos. En los veranos toda la familia solía acudir en el Orient Express al Lido en Venecia y los tres niños eran tres primores con sus trajecitos de marineritos que hacían el orgullo de su madre y abuela paterna. Fue allí, ocho años después del fastuoso matrimonio en la Catedral de San Esteban, donde Helga descubrió la verdad de por qué su suegra la había acogido con tanto cariño, siendo ella una simple dependienta de extracto social muy inferior al de su nueva familia política.
Era una tarde de verano luminosa, soplaba una brisa
agradablemente suave y toda la familia estaba reunida en la playa del Lido, a
resguardo bajo las sombrillas de grandes listones azules y blancos, a la orilla
de un mar sereno. Su marido había dicho que tomaría el vaporetto para reunirse
en el café Florián de Venecia, con unos amigos que llegaban de Viena. Al rato
Helga recordó que había olvidado su libro en la habitación del hotel y en vez
de enviar a la institutriz de sus hijos, prefirió subir ella a por su poemario
de Heine. El ascensorista al abrir ceremoniosamente las puertas de hierro a la
joven Baronesa, no dejo de mirarla con sobresalto un instante, pero ella no
pareció reparar mucho en el botones… Cual no fue su sorpresa al entrar a la
fastuosa suite y ver a su marido sobre la cama con dosel de seda veneciano, en
brazos de un hermoso efebo de unos 20 años por el que se dejaba poseer y al que
amaba con una locura que jamás había exhibido con ella. Helga deseo morir, pero
discreta y sin hacer el menor ruido cerró la puerta.
Salió a caminar por la arena y sus lágrimas nublaban
sus profundos ojos azules rodando sin contención por su rostro de blanca tez.
De pronto, respiro profundo y pensó con calma: ¿Qué queja había tenido ella de
su marido hasta ahora? Ninguna. La dejaba hacer y deshacer con infinita bondad,
llevar el palacete como le venía en gana, podía comprarse los más caros y finos
vestidos en París, Viena y Londres con el beneplácito de Franz, su marido, que
la contemplaba admirado de su belleza y era, además, el más maravilloso de los
padres. ¿Cómo no imaginó que debía haber una poderosa razón oculta para que su
suegra la acogiera tan bien siendo ella de una clase social tan inferior a la
de su futura familia política?
Pasarón los días y una tarde muy calmadamente le dijo
a su marido:
-Querido, el médico me ha recomendado reposo por una
infección que probablemente adquirí en los baños de mar…, ya te imaginaras…,
con lo cual…
-No te preocupes, cariño, tu salud es lo primero- La
interrumpió Franz con total amabilidad, bondad y el alivio sonó en su tono, sin
que pudiera evitarlo.
Así los dos comprendieron que aquella visita mensual
al lecho matrimonial no tenía motivo de continuar. La familia ya estaba
completa con sus tres hijos. Sin embargo, el afecto y la compañía que los dos
cónyuges se brindaban y el mutuo acuerdo para sacar una familia de herederos de
un nombre y un imperio comercial, seguía en pie como empresa común
indestructible.
Además, aquella semana celebraría el 50 aniversario de su marido con una gran fiesta, vendría el archiduque heredero Francisco Fernando y su mujer Sofía Choteck. Había invitado al amante de su marido, un joven pintor que era, a su vez, un gran amigo suyo y de toda la familia y no quería que nada enturbiara el acontecimiento que con tanta ilusión planeaba. Ahora no estaba segura que invitar a Karl, el violinista que era el amor secreto de aquella princesa Stasia, habría sido una buena idea.
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Cúal no sería
la sorpresa de Helga cuando esa semana le anuncian, mediante un elegante sobre
blanco de la Corte con membrete dorado, y a través de un mensajero uniformado
de librea con galones de la Corte Imperial que Sus Majestades los Emperadores,
acudirían al acontecimiento. ¡La Emperatriz que detestaba las bailes!
Ciertamente es que en algunas ocasiones ambas mujeres habían coincidido en
algún evento y Su Majestad, oculta tras su abanico porque ya no era la belleza
legendaria que un día fue, había charlado con ella de Heine y Schopenhauer,
escritores que ambas amaban. Elisabeth a través de sus damas tenía buenas
referencias de la Baronesa. Helga nerviosísima le comentó a su marido la
presencia de la pareja imperial y éste, solicito como siempre, le aseguró que
se calmará que todo saldría muy bien, dado su buen gusto y saber hacer.
***
Aquella noche de marzo el palacio de los von Kleinst
engalanado de fiesta con las más hermosas rosas rojas, blancas y amarillas
llegadas de todos los pueblos del Imperio, e iluminado con mil luces de gas que
colgaban en lo alto de los techos, en inmensos chandeliers de cristal de
Bohemia con lágrimas de Lalique, recibía en sus salones lo más granado de la
aristocracia vienesa. Los músicos tocaban valses y polkas bajo la batuta de un
ya muy anciano Johann Strauss que había querido estar esa noche al frente de su
orquesta, y había invitado a alguno de los primeros violinistas de la Corte
Imperial, uno de ellos era Karl.
Stasia, envuelta en la nube de un chal de finísima muselina y gasa malva, a juego con un vestido de moire violeta recubierto de tul y encaje negro hizo su entrada flanqueada por su padre y abuela. Al ser anunciados ante los Barones von Kleinst, Stasia y Helga se miraron con una cierta y nueva complicidad entre ellas
Cuando los invitados estaban todos reunidos se hizo un silencio en la orquesta, se abrieron las grandes puertas blancas y el chambelán imperial anunció:
-Sus Majestades los Emperadores.
Stasia estaba prevenida por su padre: después que los
Emperadores iniciaran el baile, el primero suyo debía de ser con Ferdinand, que
raudo y veloz se acercó a la joven y ésta a propósito le pegó un pisotón, pese
a bailar el vals maravillosamente bien se comportó como una patosa, cuando de
repente se vio alzada por otros brazos y se topó feliz con la cara de Karl que
había dejado la orquesta, bailaron uno en brazos de otro tan absortos en sus
miradas como si se olvidaran del mundo, dando vueltas como los dos expertos
danzarines que eran y recorrieron el salón hasta que lograron que las demás
parejas de bailarines los dejaran solos en el centro. Era algo que Ferdinand no
podía tolerar. Stasia nada le importaba como mujer, pero su reputación sí.
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Un misterioso fiaker recorría las calles empedradas y húmedas
de la lluvia que había estado cayendo durante el día, ahora en el marco de la
oscura noche vienesa, iluminada por tenues farolas de gas. La Luna cómplice
natural del amor, no brillaba en el cielo raramente oscuro que casi siempre
estaba tachonado de estrellas felices en la capital del Imperio. Apenas unas
cuantas calles entre un punto y otro y se detuvo el fiaker. Al abrir la
portezuela descendió del carruaje que estaba aparcando en las cuadras del
palacete von Kleinst, una pequeña mujer con el rostro encapotado, en el
pasadiso de las cocheras. Otra mujer también con el rostro totalmente cubierto
por una gran capa negra, la esperaba con una pequeña antorcha y ambas subieron
por las escalaras traseras del palacio en absoluto silencio. Una vez en una
habitación algo escondida, pero con una gran cama con dorsel, las dos se
miraron.
-¿Por qué hace esto por mi, Baronesa, si apenas me
conoce?
-Me recuerdas la jovencita que un día fui y no llegó
nunca a amar, no quiero que te pase lo mismo. Como sabes, no tengo hijas y debo
tener alma de celestina, como dicen los españoles.
Las dos rompieron a reír con risas bajas y se
abrazaron.
-Gracias, nunca lo olvidaré.
-Eso espero- dijo con dulzura Helga.
Detrás de una puerta surgió Karl que corrió a los
brazos de su amada, la baronesa con discreción solo dijo:
-Recordar que estaré de vuelta en hora y media, no
olvidéis ahora pasar el cerrojo a la puerta- dijo guiñando el ojo y cerrando la
puerta tras de ellas.
Los amantes se amaron con todas las ganas que sus
jóvenes cuerpos pedían y luego más reposadamente Karl le dijo a Stasia.
-La Baronesa está decidida ayudarnos, tiene un plan
arriesgado para que huyamos, pero es muy arriesgado. ¿Lo harías?
-¿Me lo preguntas? Iría contigo al fin del mundo.
-Lo sé, amor mío, te cuento: la Baronesa nos dejara un
encargo muy valioso que tenemos que entregar en un lugar de la Costa Azul, allí
dos damas nos recibirán y se encargaran de ponernos en un tren rumbo a París,
pero tú tendrás que vestirte de hombre y pasar por uno de esos chicos que
visitan este palacio, ya sabes, los amigos de su marido…
-¿Pero no teme la Baronesa que nos pillen a todos en
semejante berenjenal y mi padre termine retando a duelo al Barón?
-No, porque tenemos una madrina muy poderosa.
-¿Quién?
-No sé de quién se trata, pero nos enteraremos al
llegar a la Riviera francesa. Me entregará la dirección de la casa donde
debemos llegar. Creo que es en un sitio llamado Cap Ferrat.
-¡Santo Cielos!- exclamó Stasia- es ahí donde veranean
los Emperadores.
-Pues en esa casa debemos llegar y entregar un muy
valioso encargo que debemos cuidar con mucho celo durante todo el viaje, hasta
entregarlo a una anciana dama y de ahí nos ayudaran a llegar a París. Es todo
cuánto sé.
-¿Una anciana dama que vive en Cap Ferrat?- musitó
Stasia casi para sí- Cariño, conoces poco estos mundos, pero casi me atrevería
a asegurar quien es esa anciana dama que tiene contactos para enviarnos sanos y
salvos a París.
-¿Y quién podrá ser?
-No perdamos tiempo. Debo irme. Es la hora que marcó
la Baronesa y nada debemos arriesgar, después de lo que se está jugando por
nosotros.
Los amantes se despidieron y Helga acompañó de nuevo a
la chica a bajar por las escaleras traseras
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Dos hombres jóvenes impecablemente bien vestidos con
capa, chistera, bastón, botines de excelente cabritilla a dos tonos y dos
pequeñas maletas de un cuero de extremada calidad que llevaban celosamente en
sus manos, caminaban aquel amanecer entre el humo de las locomotoras de vapor
en el andén de la estación de ferrocarriles de Viena para subir al Orient
Express que los llevaría desde Viena a Innsbruck, Venecia, Milán y finalmente a
Niza, donde serían recogidos hasta llegar a Cap Ferrat con su valioso encargo.
Viajaban en segunda clase, un compartimento a solas sería sospechoso, así que
compartían literas con dos hombres más. Uno de nuestros dos jóvenes apenas si
hablaba, su hermano mayor aludía que el pequeño era muy tímido. Cuando pasaban
frontera el mayor presentaba la documentación por ambos y así en un puro nervio
llegaron nuestros amantes a Niza para ser conducidos a una gran mansión en los
altos de Cap Ferrat. Estaban maravillados ante aquel mar azul añil que se
extendía muy por debajo de ellos, en aquel paraje de espectaculares
acantilados. Un criado de librea los acompaño ante dos mujeres ya mayores. Una
de ella, toda vestida de negro era muy conocida y ambos jóvenes sorprendidos
hasta la médula, se inclinaron casi cayendo al suelo en una profunda reverencia
ante su Emperatriz.
-Jajajajajaja, jajajaja, jajajaja, reía la mujer de
negro casi histérica. He burlado a esos vieneses de nuevo. Jajajaja- otra
estrepitosa carcajada- Juré que me pagarían una y mil veces todos sus
desprecios y todo lo que me hicieron sufrir. Que arruinaría a las familias
nobles de Viena.
La otra dama mucho más comedida, les indico con
dulzura:
-Pero pasad, mis queridos, estáis en casa. Soy la
Emperatriz Eugenia.
-Majestad, creo que traemos un encargo para Vos- dijo
Karl con timidez.
-Lo sé, me lo entregáis y ya pasareis con mi ayuda de
cámara para que os indique vuestros aposentos y podáis descansar de tan largo
viaje. Querida Stasia, puede presentarse a cenar vestida ya como una dama- dijo
Eugenia mientras en sus manos acariciaba el encargo de Viena traído en el
maletín por la joven pareja: era un estuche largo, negro de fino terciopelo con
broche de oro y fina seda blanca en su interior, lo extrajo de un cofre muy
tallado y ornado de oro macizo, a su vez revestido de terciopelo rojo en su
parte interna.
-Gracias, Majestad- dijo Stasia inclinándose
ceremoniosamente ante la ex Emperatriz de los franceses.
Sin embargo, ambos jóvenes no podían despegar los ojos
de su amada Emperatriz
-Señora- se atrevió a murmurar Stasia -cayendo de
rodillas ante ella.
Elisabeth la levantó y la beso en ambas mejillas
-Perdonadme, niña querida, ya me conocéis.
-Sí, Señora, gracias infinitas por todo cuanto habéis
hecho por nosotros.
-No tenéis que darme las gracias a mí, sino a la
querida Baronesa Helga. Ella me puso al tanto y lo planeó todo, yo solo
colaboré con mi protección a vosotros, pero no podíais saber nada. Nos veremos
a la hora de la cena. Ahora haced lo que os indica nuestra bondadosa amiga la
Emperatriz Eugenia.
Para decepción de los chicos fueron llevados a alcobas
separadas; pero el cansancio era tal que los dos cayeron en un profundo sueño
cada uno en sus respectivos dormitorios. Eran las siete de la tarde cuando
fueron llamados por dos doncellas indicándoles que sus baúles ya estaban en sus
aposentos y que era hora de engalanarse para cenar.
Stasia no podía creer lo que estaba viviendo, le
parecía todo un sueño muy fantástico para ser real. Karl en cambio a pesar de
la alegría, ya sentía nostalgias por su amada Viena.
Dos días más tarde, con besos y abrazos de las dos
Emperatrices ambos partían en el expreso rumbo a París. ¡Llevaban pasaportes
diplomáticos austriacos firmados por el Emperador de Austria! Lo que lograba
sacar Elisabeth de aquel hombre no lo lograba nadie, se dijeron muertos de
felicidad. Allí podrían casarse en Notre-Dame e iniciar una nueva vida en
París.
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Veinticinco años después, Stasia esperaba con impaciencia
la llegada de su marido que era el director de la orquesta Sinfónica de la Ópera
de París, el Palacio Garnier tan querido por ellos pues había sido erigido bajo
el reinado de Napoleon III, el marido de su querida amiga la Emperatriz Eugenia
que a menudo pasaba largas temporadas con ellos. Las bombas habían caído
tristemente sobre Europa. En la amada Viena casi todo estaba destruido, el
viejo emperador Francisco José, aquella reliquia venerada en el palacio de sus
antepasados había muerto de viejo y de pena mientras la sangre era derramada en
los campos y ciudades de Europa y el Imperio, el tantas veces centenario
Imperio donde Stasia y Karl habían nacido se hundía para siempre. Ellos
esperaban la llegada de la Baronesa Helga y su familia, que escapaban del horror
en que habían convertido los aliados a Austria-Hungría.
Helga tan esbelta y elegante a pesar de sus sesenta y
tres años se bajó del automóvil con el paso joven y grácil que siempre tuvo y
corrió a refugiarse en los brazos de su protegida.
-No sabes, querida mía, lo que ha significado dejar
Viena y todo nuestro mundo detrás.
- Es muy doloroso, Helga. Karl y yo estamos deshecho
por el destino cruel de nuestra amada Austria, pero aquí estaréis bien y nada
os faltará. Será un exilio doloroso, pero tendréis nuestra compañía y el cariño
y apoyo de nuestros hijos que os sienten como sus verdaderos abuelos, no a mi
padre, que en años se ha ocupado siquiera de dignarse a verlos.
-¿Qué ha pasado con tu familia?- Inquirió Helga
-Están a salvo en Londres. A pesar de todo, Karl que
es un hombre sin rencores por el pasado, con sus contactos en la corte inglesa
a través de su carrera de músico internacional ha podido situarlos en Londres.
Todo esto te lo agradecemos a ti, mi querida Helga, hemos sido muy felices
durante todos estos años.
Helga la miro entre triste y dulce:
-Eso me basta, Stasia, saber que con mi granito de
arena pude haceros felices. Basta saberlo para entender que la vida mereció la
pena de ser vivida a pesar de sus miserias, cuando sabes que pudiste ayudar a
otros a ser felices- Contestó Helga contemplando el cielo y dando una vez más
muestras de su generosidad infinita.
Aquella tarde supieron que el emperador Carlos,
enfermo y sin fuerzas había abandonado Viena, sin abdicar del trono que por
derecho le pertenecía. El águila bicéfala de los Habsburgo que durante siglos
cobijara bajo sus alas, con su amplia sombra centenaria el viejo Imperio de un
Conde llamado Rodolfo, nacido en la región de Argovia, hoy Suiza, para alzarse
con la corona del Imperio más poderoso de Centro Europa, el águila bicéfala de los
Habsburgo había fenecido para siempre y pasarían muchas décadas y penurias
sobre Europa para que el Imperio fuera recordado y añorado con verdadera
nostalgia por las generaciones de futuros austriacos, bohemios, húngaros,
croatas, rutenos, polacos, alemanes, italianos, eslovacos, eslovenos,
ucranianos, serbios… Todos los pueblos de la civilización del Danubio que
habían contribuido a dejar un legado cultural único en Europa.
Stasia y Helga se abrazaron llorando. LA
Dinastía había muerto y con ella el mundo de ayer.
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En Madrid, en el céntrico Palacio de Liria de los
Duques de Alba, la vieja Emperatriz Eugenia de luto rigoroso, más pequeña que
nunca, ya su diminuta y regia cabeza totalmente encanecida, abrió de nuevo el
estuche negro de terciopelo y leyó una vez más la nota de la Baronesa Helga:
“Señora, éste es el collar de perlas de la
desafortunada Reina María Antonieta. Ha permanecido en Austria al cuidado de la
familia de mi marido durante un siglo, pero es hora de que vuelva a las manos
de una soberana francesa. Vuestra Majestad sabrá cuidar esta joya de
incalculable valor histórico y darle el camino adecuado que merece a la luz de
la historia.
A vuestros pies me inclino,
Helga, Baronesa von Kleinst”
Eugenia recostó su cabeza sobre el sillón, cerró sus
ojos tristes y recordó aquellos retratos que un día pintará de Elisabeth y de
ella -ambas en la plenitud de su belleza- el pintor de corte Winterhalter:
junto con la Mona Lisa, los dos retratos más conocidos de dos mujeres en casi
todo el mundo. Depositaría el collar en poder da la familia Alba y así estaría
a salvo.
La Historia había terminado. El perfume de la
decadencia se había evaporado, dando paso a la fea y triste amargura de una
descomposición sin igual: el mundo de ayer ya no existiría más.