Kiki de Montparnasse

Kiki de Montparnasse
Kiki de Montparnasse

miércoles, 12 de abril de 2017

MEMORIAS DE UN ROMPIMIENTO DE GLORIA




El primero fue llegando. Nunca desde el avión había visto la ciudad tan claramente: de repente aparté los ojos del libro porque oí que íbamos a aterrizar y casi sin darme cuenta mire por la ventanilla. Detesto desde hace varios años todo lo que tenga que ver con aviones y aeropuertos, los evito siempre que puedo viajar en tren, pero vislumbré algo que me pareció conocido: “¿Trocadero? No, no puedo ser… Sí, sí mira, es la torre Eiffel… ¡Pero si aquello es Notre-Dame!”, me digo. “¡París!”, sonrío para mí. Nunca la había visto así tan claramente desde el aire, sus tejados de pizarra se divisaban a mis pies… Había regresado, al fin, a París, de verdad y con el corazón. Igual que aquella primera vez de 1981, y… pensé en mi cubitera, la que adquirí en un mercadillo y que aun conservo, desecho de un viejo bar cerrado en los sesenta. Dos cosas tan inconexas como la gran ciudad y una cubitera vintage, pero conectadas en mi vida, que me hicieron sentir la misma emoción de entonces, pese a las tantas veces que entre aquella fecha y ésta he visitado la ciudad. Me reconcilié con tanto y tanto…

No voy hablar de París porque no sería justo. Hace década y media que no veo el Arco de Triunfo, a no ser de madrugada y que juré, cual Scarlett O’hara, no volver a pisar el Louvre para no mezclar mi rancia estirpe montmartriana y brassaniana con las hordas mancillantes de energúmenos que rasgan con sus tablets “el dolorido silencio de la historia”.

Me he enfadado muchas veces con París, mi genio y mal carácter se han desplegado contra la ciudad porque no soporto pensar en la demolición de Les Halles, no solo por los pabellones de Baltard, sino por el concepto de vida perdido, o que desde hace años en el 7 de Grégoire de Tours un restaurante chino, vietnamita o de donde sea, se levante donde otrora inquietantes noches parisinas se deslizaban entre recónditas sombras anhelantes, recortadas sobre las grises piedras varias veces centenarias.

No obstante, hoy París es casi toda patrimonio de la humanidad protegido por la UNESCO, sin peligro de demolición, así que para qué contar lo que todos sabemos guardan las riberas del Sena, de nuestra petite Coco, o de tal puente cerca de la amada Notre-Dame. Todo un “mobiliario urbano” que es parte del colectivo imaginario de los aquí “leyentes” de FR. Así pues escribo para hablar de “mi” París. Me divierten mucho las personas que suelen ir por primera vez y regresan diciendo en calidad de entendidos: “Montmartre me decepcionó”. Sí, admito que puede ser una decepción ingente para turistas palurdos que no sepan encontrar sus callejuelas solitarias que solo se descubren leyendo novelas decimonónicas (¡quedan tantas aún!). Quien no sepa saborear la dicha de dejarse acariciar por sus plataneros, recoger en el corazón, no en la retina, los luminosos rayos que siempre allí emanaran, aun en los más grises días de lluvia montmartriana, quien no sepa, creo se pierde un trozo de la historia artística de Europa. Esta vez me aguardaba una gran sorpresa.

Como toda la vida enfilé hacia la Butte, rue Lepic arriba, esquivando el gentío, el dichoso funicular de marras y diciéndome sobre todo: “No asomar por Place du Tertre. Ya no está Margot y solo queda el recuerdo de aquella maravillosa tarde de enero de 2001”. Directo a rue Cortot, como siempre desde 1981, y allí estaba esperando por mí un viejo y entrañable amigo.






La guapa pintora Suzanne Valadon





El aterlier de Suzanne Valadon y su hijo Maurice Utrillo.


En la rue Cortot se levanta un pequeño y casi desapercibido museo, el viejo “Musée de Montmartre” o, mejor dicho, “Le Nouveau Musée de Montmartre” que afortunadamente ni a los japoneses, ni a lo chinos, ni a los exquisitos, ni a los cultos —y menos a los incultos— les ha interesado nunca este pequeño rincón de París que fuera testigo absoluto de uno de los momentos más luminosos de la historia de la pintura: el impresionismo.






El famoso sofá



























Mirando la Butte desde la misma ventana que lo hicieran Suzanne y Renoir.
El cielo es el mismo que ellos contemplaban.

¡Han rehabilitado el museo como solo saben hacerlo los franceses en lo tocante a las artes decorativas! Han revivido en sus muros los ateliers de sus artistas, de modo que sola —no había un alma—, como quien entra a un templo, traspasé la puerta que me separaba del tiempo real y me vi de repente en el espacio físico donde Suzanne Valadon vivió con su hijo Maurice Utrillo, y donde Renoir pintó su Moulin de la Galette cambiando para siempre la historia del arte.

Estaba sola, absolutamente sola, rodeada de ELLOS, mirando a través de los grandes ventanales del atelier al viejo cabaret Lapin Agile, donde cantó Braunt y también Wiesenthal. Allí más abajo seguía la vieja barra de zinc de …, los jardines, los viñedos, y yo absolutamente sola y libre tuve el privilegio de respirar su aire jubiloso y triunfante sobre el tiempo, su profunda paz, esa conexión con lo grande, con lo importante, que es lo más parecido a Dios que conozco en la tierra: la dimensión del arte y de la historia, que todo lo sobrepasa y lo atraviesa como un rayo de esperanza, la última que me queda. Un perfecto rompimiento de gloria.





El estudio en la época en que la pintora lo habitaba.













Y desde allí también veía el Lapin Agile, a solas con mis fantasmas tutelares.




Luego en la noche a cenar con solera en lo último que queda de Les Halles, La Poule au Pot. Charlando con el camarero de antiguo estilo parisino, acodados los tres en la barra de zinc, en la húmeda noche silenciosa, Javier y yo rememoramos con él lo que significó todo aquel mundo de voluptuosidad, en todos los sentidos y ya perdido para siempre. Didier nos aseguraba orondo que allí nunca recibirían manadas de turistas como ese espanto en que hace años han convertido Au Pied de Cochon, que no guarda parecido con el original, recordamos a Jean Gabin en El tiempo de los asesinos, título robado a Rimbaud, y terminamos concordando que con La Poule au Pot desparecerá el ultimo resquicio de un mundo, un siglo, una manera de ser y de entender la vida que ya no es.









J'attendrai
Le jour et la nuit, j'attendrai toujours
Ton retour
J'attendrai
Car l'oiseau qui s'enfuit vient chercher l'oubli
Dans son nid

¿Serán mis pasos sobre el pavimento los que oigo, o Ne mettent-elles pas leurs pas dans les leurs sur les mêmes trottoirs, les mêmes pavés, les memes coins de rue?

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