Ha hecho un mayo agradable. Nada caluroso, no puedo
quejarme. Una tarde entre semana estuve en la exposición de Ramón
Casas. Conocía a Casas desde mis felices años de Barcelona, cuando iba a los
Quatre Gats con toda la nostalgia del mundo a mis espaldas, imaginando la taberna
que fue en los años de Casas y Picasso, no el restaurante turístico y pijo en
que lo convirtieron. Tabernas así había muchas en los años finiseculares de
aquella Barcelona modernista.
Ahora, en esta madrileña tarde de mayo, mientras recorro las
salas con los cuadros de Casas, Ruiseñol y otros, sentía que yo era parte de
cada cuadro, que desaparecía del espacio que ocupaba en los pasillos de Caixaforum y entraba de lleno en ellos. En aquel mundo que era mi mundo, y no
en este de ahora que me es tan ajeno, mientras ese otro me era tan familiar, me
hacía sentir segura, pues contenta o triste podría haber vivido aquellos momentos,
mas era parte de ese universo, como un todo sin desgarramiento posible. No con
esta parte carnal mía que habita el mundo exterior y la otra, la verdadera,
que habita mis espacios interiores poblados por toda una icononografía que
muere en 1914. Son emociones que he vivido en París, Viena, Praga, Zell tanta
veces…
Nostalgia cómoda, dirían unos, y otros algo que está tan de
moda: la nostalgia es un arma peligrosa. Evidentemente la nostalgia no conviene
a los mercaderes de hoy. Que haya deplorables que sepamos que el mundo fue de
otra manera, no perfecta y muy dura sí, pero infinitamente más humana, no es un asunto conveniente a
los intereses del establishment. Mirando aquellos cuadros y sentir que nadie
tenía que dar un discurso latoso sobre alguna mamarrachada de la feria de ARCO,
era aquietante a mi espíritu. Porque todo estaba ahí, dicho sin misterios ni
oscuridades. La luz, los juegos y las sombras quedaban nítidamente,
gloriosamente claros. El mundo de tabernas, prostitutas, borrachos, amas de
casa, modistillas, poetas, pintores en la miseria, café-concerts y bares, donde
se calentaban el alma y el cuerpo con absenta y estufas que no podían prender en
sus casas, se me antojaba totalmente humano, gregario pero tan intimista. Sin
despersonalización. La vida por la vida y a la muerte cuando toque sin miedo,
sin angustias, sin preparativos. Desorden dentro del orden. Sufrimientos sin
deslealtades. Gente que viene y que va con un código de honor dentro del
deshonor. Mas un código de honor hoy perdido.
Nostalgia.
ResponderEliminarYa lo digo. Y la tengo y no pienso abandonarla. Salva.
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