El Imperio Austrohúngaro
estaba herido de muerte. Herido de muerte no solo desde la tragedia de
Mayerling, que sin duda contribuyó. Ese fue el principio del fin que culminó con
el tiro de Sarajevo. Herido estaba el imperio tal vez porque Franz Joseph I
había vivido demasiado tiempo, más, infinitamente más, de lo que se solía vivir
en aquellas épocas, y desde la revolución
de 1848 y su ascensión al trono el mundo había cambiado demasiado, mientras el
Emperador, la reliquia guardada en la exquisita Viena, no se enteraba de nada.
Sin embargo, estas son consideraciones tanta veces repetidas que no me saben a
nada ya.
Francisco José fue un gran
emperador, no por sus hazañas bélicas donde más bien obtuvo fracasos, ni por su
vida personal cargada de tragedias. Si lo miramos objetivamente son las tragedias normales en una familia reinante en
el ocaso de su historia, en un momento álgido de cambios en el mundo. Se dice
de él que fue un buen marido: lo fue, que era un burócrata: lo era, que era rígido,
había sido educado en una profunda rigidez. No era guapo, a pesar de la
elegancia con que solía vestir sus uniformes, ni era culto, pero era digno, muy
digno, palabra que hoy no tiene el mayor
significado.
Tuvo muchas equivocaciones políticas, muchos desencuentros que iban parejos a su formación rígida, pero era un hombre bueno, considerado y cortés en el trato personal con sus servidores y todo el que se le acercaba, siendo siempre el emperador y manteniendo las distancias. Hombre austero, el único dispendio que tuvo en su vida fue costear los gastos de su legendaria y hermosa mujer. El Emperador fue velador de sus pueblos, a los que servía con amor y por los que tenía que responder ante un Poder Divino, en el que sí creía. En suma, un líder honesto del que se han vertido tremebundas historias cuando la dinastía no gozaba de la buena prensa y prestigio que tiene hoy.
Tuvo muchas equivocaciones políticas, muchos desencuentros que iban parejos a su formación rígida, pero era un hombre bueno, considerado y cortés en el trato personal con sus servidores y todo el que se le acercaba, siendo siempre el emperador y manteniendo las distancias. Hombre austero, el único dispendio que tuvo en su vida fue costear los gastos de su legendaria y hermosa mujer. El Emperador fue velador de sus pueblos, a los que servía con amor y por los que tenía que responder ante un Poder Divino, en el que sí creía. En suma, un líder honesto del que se han vertido tremebundas historias cuando la dinastía no gozaba de la buena prensa y prestigio que tiene hoy.
Juzgar a toro pasado es
fácil, seguramente había hambre en Viena y no todos disfrutaban de los
privilegios de la Corte ni de una floreciente clase media bastante amplia, aunque
también en aquellos tiempos había hambre en París, Londres y los barrios
marginales de New York. Tal vez no fuera el Imperio quien estuviera herido de
muerte, y quien lo estaba realmente era Europa, la Mitteleuropa cosmopolita y
de alma enrevesada, profunda a la vez que ligera y vitalmente civilizadora, que
cae en manos de líderes surgidos de entre la penosa burguesía pacata y limitada,
que buscaban el paraíso en la tierra y solo abocaron a sus pueblos al desastre.
Aquellos nacionalismos furibundos que prefieren perder su riqueza universal a
cambio de ganar terrenitos tribales y seres más manejables en mano de imbéciles.
No es mi intención soltar un
tostón para decir que el fenecido Imperio Austrohúngaro, bajo mi punto de vista
(--)…, no estaba herido de muerte, no lo está quien ha sido un árbol que cobija
bajo su sombra de siglos a millones de seres humanos que hablaban y pensaban
distinto, pero cuando la mala yerba crece junto al árbol y no es extirpada, si
el cáncer crece sin que nadie lo detenga por miedo a intervenir, entonces no
fue el Imperio en sí, sino los hombres de su época quienes estaban heridos de
muerte.
La última edad imperial fue
un mundo de belleza y cultura, de lustre y brillo. En su seno surgieron artistas
y creadores de talento extraordinario, hombres que luego lloraron sobre las
ruinas y escombros de sus casas de Viena, Praga, Budapest…, sobre sus
bibliotecas destruidas bajo las bombas y de sus oleos desaparecidos. Perdidas
para siempre las mieles de un mundo delicioso y de una civilización fenecida.
En primer lugar, declaro mi alegría por haber descubierto este blog de Helena.
ResponderEliminarNo sé si el Imperio estaba o no herido de muerte. No aclara mucho la cuestión el hilarante diagnóstico contemporáneo de Karl Kraus: "La situación del Imperio es desesperada, pero no grave".
Un abrazo, Helena.
Osvaldo.
No lo estaba. "Réquiem por un imperio difunto", ya te daré más datos.
ResponderEliminarMe encantan los comentarios de tan profundo lector.
Otro abrazo grande, Osvaldo.
Helena